Vivimos en
una época paradójica, en la que se alza un clamor universal en favor de la paz,
mientras afloran, como setas de otoño, guerras por doquier. El hombre se está
convirtiendo en su propio germen, y está contagiando al mundo. La perplejidad de muchos intelectuales es
manifiesta: quizá habían creído que las raíces de la guerra se encontraban en
el enfrentamiento entre los bloques, y una vez caídos los muros, esperaban una
especie de "Pax Romana" que acompañara al triunfo de la Democracia y
los Derechos Humanos. Pero el fenómeno de la guerra se encuentra tan arraigado
en la naturaleza humana que parece no depender de las circunstancias
históricas.
Grocio, siguiendo a Aristóteles, suponía que
las guerras siempre se plantean como un medio para obtener la paz. Ello no ha
impedido que, repetidamente, ese medio tienda a convertirse en el fin mismo, de
modo que podemos afirmar que el hombre vive en estado de guerra permanente. Ese
doble anhelo de paz y destrucción, que, cual las dos almas de Fausto, anidan en
el pecho del hombre, motivó que Freud, en su obra crepuscular, entreviera dos
motivaciones en la psique humana, de una fuerza superior, por más profunda,
incluso, que las pulsiones sexuales.
Tales eran
los impulsos de Vida y Muerte, Eros y Thanatos. La misma irresistible tendencia
que obliga al hombre a buscar por cualquier medio su supervivencia parece
luchar por conseguir su aniquilamiento, su retorno a la Tierra originaria, a la
mezcla primitiva de donde surgió. Nos sentimos reclamados, al mismo tiempo, por
el cielo del Amor y la Belleza, y por el infierno de la Muerte y la
destrucción. Esta duplicidad no se reduce, sin embargo, a ser una circunstancia
meramente psicológica, sino que su influencia se extiende al campo moral.
LA GUERRA, COMO FUENTE DE
VALOR ÉTICO
Desde que
fuera acuñado en Grecia, el término «virtud» (areté, virtus) hace siempre
referencia a las cualidades varoniles del guerrero. El hombre sólo puede
demostrar la verdadera condición de su carácter moral en el campo de batalla.
Cuando en la Iliada, Tersites, el modelo del nuevo hombre demócrata y
pacifista, pretende alzar su voz para reclamar el fin de la lucha, los héroes
griegos le golpean y le recriminan su comportamiento feminil. Pero esta actitud
no se limita al mundo heroico de las epopeyas homéricas, y el valor guerrero se
convertirá en el modelo de la virtud ética por excelencia, de modo que el
hombre lo es sólo en la medida en que demuestra su valentía en el combate.
Ni siquiera
el cristianismo supone un cambio radical en esta actitud pese a las
declaraciones pacifistas de su fundador. Así, ya a partir de san Agustín, la
guerra se considera como algo indiferente en sí, y su valor moral pasa a
depender del cumplimiento de las condiciones de una guerra justa. No pensaban
los teólogos católicos que la guerra debiera desaparecer, sin más, por causa de
una transformación radical del hombre, cuya posibilidad limitaron al campo del
hombre interior. La integración de la Fe y la Naturaleza, condujo a la
Escolástica a proponer la paz como el fin último, pero, también, a apreciar la
guerra como una circunstancia en que podían mostrarse las virtudes humanas, con
tal que en la lucha se dieran determinadas condiciones.
La
consecuencia de esta concepción fue la elaboración de una doctrina que incluía
los requisitos de una guerra justa: ser declarada por la autoridad legítima,
buscar un fin justo, y utilizar medios moralmente correctos. Todos estos
requisitos hacen referencia a los medios de la guerra -aunque, aparentemente,
hablen de los fines-, puesto que en ningún momento se pone en cuestión su
moralidad. La guerra tiene un valor positivo, pues abre la posibilidad de que
en ella se ponga de manifiesto la fortaleza, una de las principales virtudes
del cristiano.
Paradójicamente,
habrá que esperar a una época en que el paganismo retorna a Europa para
encontrarnos ante un verdadero cambio en la valoración moral de la guerra. El
Renacimiento acuña el concepto de virtú, que ya no pone el acento sobre la
virilidad guerrera, sino sobre el dominio de todas las artes que hacen del
hombre un ser social, un cortesano, un ciudadano capaz de triunfar socialmente
por la dulzura de su carácter, la multiplicidad de sus habilidades, y su
dominio de las técnicas que pueden alzarle al poder político. Por vez primera
-al contrario de lo que apunta el célebre aforismo- la política pasa a ser una
guerra que utiliza otros medios para manifestarse.
Los
esfuerzos renacentistas por lograr una moderación de las, en muchas ocasiones,
bárbaras costumbres medievales, se aprecia en ámbitos diversos, que van desde
la afloración de tratados sobre las normas de urbanidad hasta la ritualización
de los enfrentamientos armados. Los instintos agresivos son desplazados a otros
espacios de la actividad social, como la lucha por el poder, o el ansia de
fama, de modo que la guerra pierde gran parte de la trascendencia que aún
conservaba en el medievo, puesto que ya no es el lugar de demostración de la
virtud, sino tan sólo un medio para alcanzar el poder. Los manuales sobre
estrategia militar sustituyen, pues, a los tratados morales sobre la virtud de
la fortaleza. Con ello nace una concepción moderna de la guerra, cuyo
desarrollo conduce hasta las ideologías pacifistas de nuestros días.
LA DIALÉCTICA GUERRA-PAZ
Predomina
hoy la noción de un ser humano sometido a la dialéctica entre guerra y paz,
entre destrucción y producción, entre violencia y convivencia social. Se supone
que, como en toda oposición, ha de nacer aquí también una síntesis final que
signifique, si no el triunfo de uno de los polos en disputa, sí, cuando menos,
el establecimiento de un orden próximo al que señalaría la tríada:
paz-producción-convivencia social. Bobbio, en un libro de reciente aparición en
Italia, ha puesto de manifiesto cómo, en todo par de términos antitéticos,
suele suceder que uno de los dos posee más fuerza que el otro, aunque dicha
valoración dependa del punto de vista desde el que se efectúe su medición. En
el caso de la dialéctica establecida entre los términos guerra-paz, parece
claro que es guerra el que posee mayor fuerza, lo cual ha propiciado que,
tradicionalmente, desde Grocio a Tolstoi, se haya definido la paz como un
estado de «no-guerra».
Contra esta
tesis, el pensamiento marxista ha supuesto que el estado originario de las
comunidades humanas es el de la convivencia pacífica, en un momento en que aún
no había surgido la feroz lucha por la propiedad, verdadero motivo de los
enfrentamientos entre los individuos y entre los pueblos. Este optimismo asoma
aún hoy, en la época del pensamiento desencantado, en muchas de las
manifestaciones de la ideología preponderante; la misma que dio en decir que,
tras el fin de los bloques, habíamos entrado, por fin, en la senda de la paz
universal. La inquietante realidad es que nunca antes se había encontrado el
mundo más angustiado por su posible autodestrucción, pues la potencia nuclear,
que antes se encontraba controlada por los grandes bloques, comienza a
dispersarse alarmantemente, sin que parezcan surtir efecto los desesperados
intentos de control de este tipo de armamento. Por otro lado, los conflictos
interétnicos, interregionales, y locales se multiplican, y amenazan con matar,
como una lenta infección, a un planeta que esperaba morir de una forma
repentina. Si bien la experiencia de dos grandes guerras parece haber conjurado
el riesgo de una tercera guerra mundial, el hombre se muestra incapaz de
mantener una paz medianamente duradera.
A los
síntomas que acabamos de describir, debemos añadir uno nuevo, que habitualmente
se posterga al hablar del problema de la guerra; nos referimos a la violencia
difusa que no por haberse hecho cotidiana resulta menos alarmante para las
sociedades desarrolladas. Poco a poco, se extiende una sensación de agresividad
generalizada, y un clima de enfrentamiento total en las grandes ciudades. Esta
ola se manifiesta en el carácter cada vez más descontrolado de las luchas
reivindicativas de los trabajadores, en la destrucción sistemática de los
bienes públicos por parte de los jóvenes durante los fines de semana, en las
palizas a las minorías étnicas por parte de grupos cada vez mayores y más
organizados, en los enfrentamientos entre partidarios de distintos equipos de
fútbol o de diferentes movimientos musicales, en los levantamientos y
explosiones de violencia de los habitantes de barrios marginales, incluso en la
pugna por el espacio vital de los automovilistas, y, en fin, en la agresividad
que soterradamente corroe muchas conciencias ante la indiferencia generalizada
por lo que sucede a nuestro alrededor. Esa es la otra guerra, la que tiene
lugar en el espacio corto del ámbito de lo cotidiano.
Todas estas
manifestaciones sirven de testigos a favor de la tesis que hace de la guerra el
término fuerte frente a la paz. Parece que, de acuerdo con ello, habremos de
retornar más bien a Hobbes o Maquiavelo que a Rousseau o Marx, si queremos
comprender lo que está sucediendo en nuestro mundo.
EL LEVIATÁN DEL TEMOR
El Leviatán
hobbesiano expresa la antítesis del optimismo marxista: el hombre vive
originariamente, dejado a su precivilizada naturaleza individual, en un estado
de permanente «guerra de todos contra todos» («bellum omnium contra omnes»).
Quizá se ha destacado en exceso el sentido pesimista de este supuesto en lo que
podía significar respecto del problema de la guerra. Al parecer, naturaleza
humana individual y guerra van de la mano. Los instintos humanos rezuman
agresividad, lo que nos convierte en el peor de los animales, puesto que
ninguno otro busca el conflicto, incluso en los momentos en que no es atacado
ni necesita obtener alimento. De ser así, cabría poca esperanza de superar este
miserable estado, puesto que la solución que, efectivamente, ofrece el propio
Hobbes y junto a él mayor parte de los teóricos que no confian en exceso en la
bondad innata del hombre-, consistente en la aceptación de la vida social como
renuncia al poder de la violencia, no supondría otra cosa que el ocultamiento
provisional de unos impulsos agresivos, que no dejarían de poder aflorar en
cualquier momento.
No
obstante, habría que insistir la otra cara de la moneda: junto al instinto de
destrucción, aparece en el ser humano otra pasión; el temor, que sirve de
contrapeso a aquél. Agresividad y temor son los dos polos de la cuestión: el
primero conduce a la guerra, el segundo busca refugio en la búsqueda de la paz.
La creación de la sociedad civil, la institución de un Poder Soberano, que
imponga su fuerza sobre la de los contendientes, son el resultado del triunfo
del temor sobre la agresividad. La paz es fruto del miedo; tal es el resultado
negativo que parece deducirse de esta tesis, por lo demás, casi universalmente
reconocida. Con ello, la esperanza de mejorar el estado de cosas se esfuma,
prácticamente, puesto que un temor sólo parece ser vencido por otro temor más
fuerte. El precio a pagar por la paz seria la aceptación de la tiranía de un
Poder omnímodo, capaz de imponer el Terror universal y abstracto, para superar
así el miedo particular a lo concreto.
LA GUERRA COMO VIOLENCIA
LEJANA
Es éste el
modo en que hemos aprendido a vivir, bajo la angustia suave de un Terror
Abstracto, al Tirano, al Fúhrer, al Estado, a la Bomba Atómica, al Sistema. Ésa
es la solución más sutil que hemos encontrado al problema del miedo a nuestro
semejante, a nuestro vecino, al inmigrante, al pueblo fronterizo, con nombres y
apellidos concretos. Es mejor una violencia ejercida por el Todo, que la
violencia de uno. La primera puede matar, pero la contemplamos lejana y
nebulosa, la segunda la vivimos como algo más real, más cotidiano. De ahí la
dificultad de los movimientos revolucionarios para convencer al pueblo de que
deben temer más a la violencia de una entidad abstracta como el Estado, que a
la que se genera cercanamente, en las calles y en las casas, cuando los
individuos luchan por sus ideales. De ahí que se prefiera vivir bajo el terror
nuclear antes que bajo la posibilidad de una guerra localizada.
Sin
embargo, la falacia que se oculta tras este supuesto, que tanto alivio ofrece a
las conciencias de los señores de la guerra, la hallamos reflejada ya en el
propio Hobbes. Su análisis del temor no pretende dar cuenta de un rasgo
inherente a la naturaleza humana, gracias al cual es posible el establecimiento
de un principio racional, que sustituya al mero instinto animal. De ser así,
habríamos de dudar de la sagacidad que, desde siempre, le ha sido atribuida,
destacando su figura sobre la de la mayoría de los teóricos políticos. Pues,
resulta evidente que el temor no puede ser, en modo, alguno, universal, como ha
sido puesto de manifiesto, entre otros, por Hegel en su célebre alegoría del
amo y el esclavo: hay una parte de los hombres que es dominada por el temor,
mientras otros se convierten en señores de los temerosos.
No, el
temor que se adueña del conjunto de los hombres no se refiere a un hipotético
estado de naturaleza, sino a una situación muy real, la del miedo universal que
impone el Soberano tiránico del absolutismo. Hobbes no hace sino reflejar una
situación histórica que él mismo pretende justificar. La guerra, la violencia,
no son la causa del nacimiento del Estado, sino su consecuencia. Un miedo
hipotético es dominado mediante un terror real, el provocado por un Soberano
omnipotente, que impone sus designios a sangre y fuego. No hay esperanza para el
súbdito, que debe elegir entre la obediencia ciega, o la revolución, entre el
sometimiento a la violencia estatal, o el entregarse a una guerra contra el
tirano, que sólo puede conducir al nacimiento de un nuevo tirano.
No es a
causa del riesgo a retornar a un estado de naturaleza plagado de peligros, por
lo que es inviable la revolución, sino por la inanidad del esfuerzo realizado,
ya que ninguna guerra, ya sea civil, contra el Soberano, ya exterior, puede
concluir en una victoria de la libertad, sino, en el mejor de los casos, en el
cambio de un tirano por otro. Hobbes se presenta, pues, como uno de los más
claros representantes de la tendencia del pensamiento occidental a considerar
la guerra como el mayor de los males, incluso por encima de la injusticia y de
la esclavitud.
GUERRA, VIOLENCIA Y
REVOLUCIÓN
Como se
deduce de estas consideraciones, las diferencias entre lo que comúnmente
denominamos guerra, violencia, y revolución me parecen secundarias. Los
primeros marxistas prácticos tendieron a hacer sinónimos todos esos términos,
acabando con las distinciones que la teorización burguesa imponía por motivos
meramente ideológicos. A partir de ese momento, el poder del Estado será
considerado como una forma de violencia, de guerra del aparato estatal frente a
las clases explotadas, y la revolución una forma de contraviolencia, de guerra
defensiva de los oprimidos del mundo.
Había sido,
no obstante, Kant, que había sido considerado como uno de los abanderados de la
ideología burguesa, uno de los primeros en equiparar las condiciones que
podrían regular una guerra justa entre naciones, con las que permitirían
justificar una acción estatal sin violencia sobre los súbditos. En ambos casos,
se impone el principio de publicidad: que todas las decisiones de los Soberanos,
que todas las cláusulas de los acuerdos entre los Estados, puedan sufrir la
prueba de una publicidad absolutamente transparente, sin restricción mental
alguna. También por vez primera, se alza la voz de la razón inerme, a través
del enorme poder del conocimiento de la verdad, frente a la fuerza de la
violencia de los Estados contra sus enemigos exteriores, o contra sus propios
súbditos. Así mismo, es Kant quien plantea la necesidad de aceptar las
contradicciones de la razón humana, sin pretender imponer síntesis utópicas.
Éste es el
tipo de análisis que habría que aplicar a las posibles alternativas al problema
de la guerra, que insisten en presentar la contradicción entre guerra y paz
como irresoluble, y, por tanto, obligan a efectuar una elección en favor de uno
u otro de los extremos: o belicistas o pacifistas. Sería preciso, sin embargo,
afinar más en el análisis de lo que significa la contradicción misma, a fin de
buscar opciones, quizá hasta hoy escasamente relevantes.
CONCLUSIÓN: LA PAZ POSIBLE
La humana
inclinación hacia la guerra y la búsqueda de la paz se oponen no tanto como
extremos de una contradicción, lo que haría imposible su coexistencia, sino más
bien como posibilidades de una oposición de contrariedad. Este tipo de
oposición -hoy tan olvidada- pone el acento sobre la posibilidad de movimiento
de los contrarios de uno hacia otro, no tanto en el sentido de búsqueda de una
síntesis, sino de una posible coexistencia de ambos términos. De este modo, en
tiempos distintos, uno de ellos puede adquirir más fuerza que el otro, sin, por
ello, aniquilarlo completamente.
Incluso sería factible una situación de
equilibrio entre ambos, sin suponer, por este motivo, que deben ser anulados en
una síntesis superior. Sin duda, una centuria de pensamiento crítico, basado en
la dialéctica hegeliana, nos ha acostumbrado a suponer que el único modo de
anular una oposición, una lucha entre contendientes, es la superación de la
oposición mediante la negación de ambos términos, y la aparición de un tercer término
superador. Se ha tendido a olvidar que la reflexión sobre las diferentes clases
de oposiciones han arrojado muy ricos resultados en diversos momentos de la
historia del pensamiento.
De entre
ellos, creo que hoy es más estimable la aportación kantiana. Kant supuso que
las contradicciones son irresolubles; nunca buscó una síntesis. Así, habló de
la insociable sociabilidad inherente al hombre, haciendo referencia a esa
especial condición humana que le lleva, al mismo tiempo, a necesitar de la vida
en común, y aborrecer la presencia de los demás, que sólo le sirven de estorbo.
Sin embargo, igual que la paloma no podría volar sin el aire que se opone a su
vuelo, el hombre no sería capaz de desarrollar sus capacidades físicas,
intelectuales y morales, sin la oposición de los otros hombres. Análogamente,
nosotros podríamos hablar de violenta no-violencia, o de un belicismo pacifismo
aplicando un esquema conceptual similar al problema de la guerra.
La
resolución de las aparentes paradojas, que se hacen especialmente visibles en
la oposición de estos términos, ha de llevarse a cabo a partir del
redescubrimiento del sentido de la fundamental distinción entre la cuestión de
la legitimidad de la guerra y la de su legalidad. Toda guerra es, desde este
punto de vista, legítima por cuanto su fundamento, pues la causa de donde
procede es la naturaleza humana misma, que -como Hobbes enunció- es sin duda
insociable, violenta, belicista.
Deslegitimar la guerra supondría tanto como
suponer la posibilidad de una paz perpetua, que se habría logrado mediante un
cambio en la naturaleza misma del hombre: el ser humano se habría tornado, de
malo, en bueno por naturaleza. El intento de búsquedas de alternativas ha de
hacerse desde la consideración de la legalidad de la guerra. Con ello se hace
referencia a los medios empleados para solventar los conflictos generados por
ese enfrentamiento inherente a la vida social. Es en este ámbito donde deben
dominar los impulsos de sociabilidad, de no-violencia, de pacifismo.
La paz
posible para el hombre no es una paz perpetua, que sin duda sólo puede ser la
de los cementerios, sino una paz que insista en los medios utilizados para
solventar los conflictos. La tarea, por supuesto es inacabable; su éxito se
pospone al infinito. Pero, sin duda, también evita los males y sufrimientos que
en nombre de una paz universal han tenido lugar en muchos momentos históricos.
(Por Francisco León Florido)