Páginas

sábado, 31 de marzo de 2012

DE LA GUERRA A LA VIOLENCIA

Vivimos en una época paradójica, en la que se alza un clamor universal en favor de la paz, mientras afloran, como setas de otoño, guerras por doquier. El hombre se está convirtiendo en su propio germen, y está contagiando al mundo. La perplejidad de muchos intelectuales es manifiesta: quizá habían creído que las raíces de la guerra se encontraban en el enfrentamiento entre los bloques, y una vez caídos los muros, esperaban una especie de "Pax Romana" que acompañara al triunfo de la Democracia y los Derechos Humanos. Pero el fenómeno de la guerra se encuentra tan arraigado en la naturaleza humana que parece no depender de las circunstancias históricas.

Grocio, siguiendo a Aristóteles, suponía que las guerras siempre se plantean como un medio para obtener la paz. Ello no ha impedido que, repetidamente, ese medio tienda a convertirse en el fin mismo, de modo que podemos afirmar que el hombre vive en estado de guerra permanente. Ese doble anhelo de paz y destrucción, que, cual las dos almas de Fausto, anidan en el pecho del hombre, motivó que Freud, en su obra crepuscular, entreviera dos motivaciones en la psique humana, de una fuerza superior, por más profunda, incluso, que las pulsiones sexuales.

Tales eran los impulsos de Vida y Muerte, Eros y Thanatos. La misma irresistible tendencia que obliga al hombre a buscar por cualquier medio su supervivencia parece luchar por conseguir su aniquilamiento, su retorno a la Tierra originaria, a la mezcla primitiva de donde surgió. Nos sentimos reclamados, al mismo tiempo, por el cielo del Amor y la Belleza, y por el infierno de la Muerte y la destrucción. Esta duplicidad no se reduce, sin embargo, a ser una circunstancia meramente psicológica, sino que su influencia se extiende al campo moral.

LA GUERRA, COMO FUENTE DE VALOR ÉTICO

Desde que fuera acuñado en Grecia, el término «virtud» (areté, virtus) hace siempre referencia a las cualidades varoniles del guerrero. El hombre sólo puede demostrar la verdadera condición de su carácter moral en el campo de batalla. Cuando en la Iliada, Tersites, el modelo del nuevo hombre demócrata y pacifista, pretende alzar su voz para reclamar el fin de la lucha, los héroes griegos le golpean y le recriminan su comportamiento feminil. Pero esta actitud no se limita al mundo heroico de las epopeyas homéricas, y el valor guerrero se convertirá en el modelo de la virtud ética por excelencia, de modo que el hombre lo es sólo en la medida en que demuestra su valentía en el combate.

Ni siquiera el cristianismo supone un cambio radical en esta actitud pese a las declaraciones pacifistas de su fundador. Así, ya a partir de san Agustín, la guerra se considera como algo indiferente en sí, y su valor moral pasa a depender del cumplimiento de las condiciones de una guerra justa. No pensaban los teólogos católicos que la guerra debiera desaparecer, sin más, por causa de una transformación radical del hombre, cuya posibilidad limitaron al campo del hombre interior. La integración de la Fe y la Naturaleza, condujo a la Escolástica a proponer la paz como el fin último, pero, también, a apreciar la guerra como una circunstancia en que podían mostrarse las virtudes humanas, con tal que en la lucha se dieran determinadas condiciones.

La consecuencia de esta concepción fue la elaboración de una doctrina que incluía los requisitos de una guerra justa: ser declarada por la autoridad legítima, buscar un fin justo, y utilizar medios moralmente correctos. Todos estos requisitos hacen referencia a los medios de la guerra -aunque, aparentemente, hablen de los fines-, puesto que en ningún momento se pone en cuestión su moralidad. La guerra tiene un valor positivo, pues abre la posibilidad de que en ella se ponga de manifiesto la fortaleza, una de las principales virtudes del cristiano.

Paradójicamente, habrá que esperar a una época en que el paganismo retorna a Europa para encontrarnos ante un verdadero cambio en la valoración moral de la guerra. El Renacimiento acuña el concepto de virtú, que ya no pone el acento sobre la virilidad guerrera, sino sobre el dominio de todas las artes que hacen del hombre un ser social, un cortesano, un ciudadano capaz de triunfar socialmente por la dulzura de su carácter, la multiplicidad de sus habilidades, y su dominio de las técnicas que pueden alzarle al poder político. Por vez primera -al contrario de lo que apunta el célebre aforismo- la política pasa a ser una guerra que utiliza otros medios para manifestarse.

Los esfuerzos renacentistas por lograr una moderación de las, en muchas ocasiones, bárbaras costumbres medievales, se aprecia en ámbitos diversos, que van desde la afloración de tratados sobre las normas de urbanidad hasta la ritualización de los enfrentamientos armados. Los instintos agresivos son desplazados a otros espacios de la actividad social, como la lucha por el poder, o el ansia de fama, de modo que la guerra pierde gran parte de la trascendencia que aún conservaba en el medievo, puesto que ya no es el lugar de demostración de la virtud, sino tan sólo un medio para alcanzar el poder. Los manuales sobre estrategia militar sustituyen, pues, a los tratados morales sobre la virtud de la fortaleza. Con ello nace una concepción moderna de la guerra, cuyo desarrollo conduce hasta las ideologías pacifistas de nuestros días.

LA DIALÉCTICA GUERRA-PAZ

Predomina hoy la noción de un ser humano sometido a la dialéctica entre guerra y paz, entre destrucción y producción, entre violencia y convivencia social. Se supone que, como en toda oposición, ha de nacer aquí también una síntesis final que signifique, si no el triunfo de uno de los polos en disputa, sí, cuando menos, el establecimiento de un orden próximo al que señalaría la tríada: paz-producción-convivencia social. Bobbio, en un libro de reciente aparición en Italia, ha puesto de manifiesto cómo, en todo par de términos antitéticos, suele suceder que uno de los dos posee más fuerza que el otro, aunque dicha valoración dependa del punto de vista desde el que se efectúe su medición. En el caso de la dialéctica establecida entre los términos guerra-paz, parece claro que es guerra el que posee mayor fuerza, lo cual ha propiciado que, tradicionalmente, desde Grocio a Tolstoi, se haya definido la paz como un estado de «no-guerra».

Contra esta tesis, el pensamiento marxista ha supuesto que el estado originario de las comunidades humanas es el de la convivencia pacífica, en un momento en que aún no había surgido la feroz lucha por la propiedad, verdadero motivo de los enfrentamientos entre los individuos y entre los pueblos. Este optimismo asoma aún hoy, en la época del pensamiento desencantado, en muchas de las manifestaciones de la ideología preponderante; la misma que dio en decir que, tras el fin de los bloques, habíamos entrado, por fin, en la senda de la paz universal. La inquietante realidad es que nunca antes se había encontrado el mundo más angustiado por su posible autodestrucción, pues la potencia nuclear, que antes se encontraba controlada por los grandes bloques, comienza a dispersarse alarmantemente, sin que parezcan surtir efecto los desesperados intentos de control de este tipo de armamento. Por otro lado, los conflictos interétnicos, interregionales, y locales se multiplican, y amenazan con matar, como una lenta infección, a un planeta que esperaba morir de una forma repentina. Si bien la experiencia de dos grandes guerras parece haber conjurado el riesgo de una tercera guerra mundial, el hombre se muestra incapaz de mantener una paz medianamente duradera.

A los síntomas que acabamos de describir, debemos añadir uno nuevo, que habitualmente se posterga al hablar del problema de la guerra; nos referimos a la violencia difusa que no por haberse hecho cotidiana resulta menos alarmante para las sociedades desarrolladas. Poco a poco, se extiende una sensación de agresividad generalizada, y un clima de enfrentamiento total en las grandes ciudades. Esta ola se manifiesta en el carácter cada vez más descontrolado de las luchas reivindicativas de los trabajadores, en la destrucción sistemática de los bienes públicos por parte de los jóvenes durante los fines de semana, en las palizas a las minorías étnicas por parte de grupos cada vez mayores y más organizados, en los enfrentamientos entre partidarios de distintos equipos de fútbol o de diferentes movimientos musicales, en los levantamientos y explosiones de violencia de los habitantes de barrios marginales, incluso en la pugna por el espacio vital de los automovilistas, y, en fin, en la agresividad que soterradamente corroe muchas conciencias ante la indiferencia generalizada por lo que sucede a nuestro alrededor. Esa es la otra guerra, la que tiene lugar en el espacio corto del ámbito de lo cotidiano.

Todas estas manifestaciones sirven de testigos a favor de la tesis que hace de la guerra el término fuerte frente a la paz. Parece que, de acuerdo con ello, habremos de retornar más bien a Hobbes o Maquiavelo que a Rousseau o Marx, si queremos comprender lo que está sucediendo en nuestro mundo.

EL LEVIATÁN DEL TEMOR

El Leviatán hobbesiano expresa la antítesis del optimismo marxista: el hombre vive originariamente, dejado a su precivilizada naturaleza individual, en un estado de permanente «guerra de todos contra todos» («bellum omnium contra omnes»). Quizá se ha destacado en exceso el sentido pesimista de este supuesto en lo que podía significar respecto del problema de la guerra. Al parecer, naturaleza humana individual y guerra van de la mano. Los instintos humanos rezuman agresividad, lo que nos convierte en el peor de los animales, puesto que ninguno otro busca el conflicto, incluso en los momentos en que no es atacado ni necesita obtener alimento. De ser así, cabría poca esperanza de superar este miserable estado, puesto que la solución que, efectivamente, ofrece el propio Hobbes y junto a él mayor parte de los teóricos que no confian en exceso en la bondad innata del hombre-, consistente en la aceptación de la vida social como renuncia al poder de la violencia, no supondría otra cosa que el ocultamiento provisional de unos impulsos agresivos, que no dejarían de poder aflorar en cualquier momento.

No obstante, habría que insistir la otra cara de la moneda: junto al instinto de destrucción, aparece en el ser humano otra pasión; el temor, que sirve de contrapeso a aquél. Agresividad y temor son los dos polos de la cuestión: el primero conduce a la guerra, el segundo busca refugio en la búsqueda de la paz. La creación de la sociedad civil, la institución de un Poder Soberano, que imponga su fuerza sobre la de los contendientes, son el resultado del triunfo del temor sobre la agresividad. La paz es fruto del miedo; tal es el resultado negativo que parece deducirse de esta tesis, por lo demás, casi universalmente reconocida. Con ello, la esperanza de mejorar el estado de cosas se esfuma, prácticamente, puesto que un temor sólo parece ser vencido por otro temor más fuerte. El precio a pagar por la paz seria la aceptación de la tiranía de un Poder omnímodo, capaz de imponer el Terror universal y abstracto, para superar así el miedo particular a lo concreto.

LA GUERRA COMO VIOLENCIA LEJANA

Es éste el modo en que hemos aprendido a vivir, bajo la angustia suave de un Terror Abstracto, al Tirano, al Fúhrer, al Estado, a la Bomba Atómica, al Sistema. Ésa es la solución más sutil que hemos encontrado al problema del miedo a nuestro semejante, a nuestro vecino, al inmigrante, al pueblo fronterizo, con nombres y apellidos concretos. Es mejor una violencia ejercida por el Todo, que la violencia de uno. La primera puede matar, pero la contemplamos lejana y nebulosa, la segunda la vivimos como algo más real, más cotidiano. De ahí la dificultad de los movimientos revolucionarios para convencer al pueblo de que deben temer más a la violencia de una entidad abstracta como el Estado, que a la que se genera cercanamente, en las calles y en las casas, cuando los individuos luchan por sus ideales. De ahí que se prefiera vivir bajo el terror nuclear antes que bajo la posibilidad de una guerra localizada.

Sin embargo, la falacia que se oculta tras este supuesto, que tanto alivio ofrece a las conciencias de los señores de la guerra, la hallamos reflejada ya en el propio Hobbes. Su análisis del temor no pretende dar cuenta de un rasgo inherente a la naturaleza humana, gracias al cual es posible el establecimiento de un principio racional, que sustituya al mero instinto animal. De ser así, habríamos de dudar de la sagacidad que, desde siempre, le ha sido atribuida, destacando su figura sobre la de la mayoría de los teóricos políticos. Pues, resulta evidente que el temor no puede ser, en modo, alguno, universal, como ha sido puesto de manifiesto, entre otros, por Hegel en su célebre alegoría del amo y el esclavo: hay una parte de los hombres que es dominada por el temor, mientras otros se convierten en señores de los temerosos.

No, el temor que se adueña del conjunto de los hombres no se refiere a un hipotético estado de naturaleza, sino a una situación muy real, la del miedo universal que impone el Soberano tiránico del absolutismo. Hobbes no hace sino reflejar una situación histórica que él mismo pretende justificar. La guerra, la violencia, no son la causa del nacimiento del Estado, sino su consecuencia. Un miedo hipotético es dominado mediante un terror real, el provocado por un Soberano omnipotente, que impone sus designios a sangre y fuego. No hay esperanza para el súbdito, que debe elegir entre la obediencia ciega, o la revolución, entre el sometimiento a la violencia estatal, o el entregarse a una guerra contra el tirano, que sólo puede conducir al nacimiento de un nuevo tirano.

No es a causa del riesgo a retornar a un estado de naturaleza plagado de peligros, por lo que es inviable la revolución, sino por la inanidad del esfuerzo realizado, ya que ninguna guerra, ya sea civil, contra el Soberano, ya exterior, puede concluir en una victoria de la libertad, sino, en el mejor de los casos, en el cambio de un tirano por otro. Hobbes se presenta, pues, como uno de los más claros representantes de la tendencia del pensamiento occidental a considerar la guerra como el mayor de los males, incluso por encima de la injusticia y de la esclavitud.

GUERRA, VIOLENCIA Y REVOLUCIÓN

Como se deduce de estas consideraciones, las diferencias entre lo que comúnmente denominamos guerra, violencia, y revolución me parecen secundarias. Los primeros marxistas prácticos tendieron a hacer sinónimos todos esos términos, acabando con las distinciones que la teorización burguesa imponía por motivos meramente ideológicos. A partir de ese momento, el poder del Estado será considerado como una forma de violencia, de guerra del aparato estatal frente a las clases explotadas, y la revolución una forma de contraviolencia, de guerra defensiva de los oprimidos del mundo.

Había sido, no obstante, Kant, que había sido considerado como uno de los abanderados de la ideología burguesa, uno de los primeros en equiparar las condiciones que podrían regular una guerra justa entre naciones, con las que permitirían justificar una acción estatal sin violencia sobre los súbditos. En ambos casos, se impone el principio de publicidad: que todas las decisiones de los Soberanos, que todas las cláusulas de los acuerdos entre los Estados, puedan sufrir la prueba de una publicidad absolutamente transparente, sin restricción mental alguna. También por vez primera, se alza la voz de la razón inerme, a través del enorme poder del conocimiento de la verdad, frente a la fuerza de la violencia de los Estados contra sus enemigos exteriores, o contra sus propios súbditos. Así mismo, es Kant quien plantea la necesidad de aceptar las contradicciones de la razón humana, sin pretender imponer síntesis utópicas.

Éste es el tipo de análisis que habría que aplicar a las posibles alternativas al problema de la guerra, que insisten en presentar la contradicción entre guerra y paz como irresoluble, y, por tanto, obligan a efectuar una elección en favor de uno u otro de los extremos: o belicistas o pacifistas. Sería preciso, sin embargo, afinar más en el análisis de lo que significa la contradicción misma, a fin de buscar opciones, quizá hasta hoy escasamente relevantes.

CONCLUSIÓN: LA PAZ POSIBLE

La humana inclinación hacia la guerra y la búsqueda de la paz se oponen no tanto como extremos de una contradicción, lo que haría imposible su coexistencia, sino más bien como posibilidades de una oposición de contrariedad. Este tipo de oposición -hoy tan olvidada- pone el acento sobre la posibilidad de movimiento de los contrarios de uno hacia otro, no tanto en el sentido de búsqueda de una síntesis, sino de una posible coexistencia de ambos términos. De este modo, en tiempos distintos, uno de ellos puede adquirir más fuerza que el otro, sin, por ello, aniquilarlo completamente. 

Incluso sería factible una situación de equilibrio entre ambos, sin suponer, por este motivo, que deben ser anulados en una síntesis superior. Sin duda, una centuria de pensamiento crítico, basado en la dialéctica hegeliana, nos ha acostumbrado a suponer que el único modo de anular una oposición, una lucha entre contendientes, es la superación de la oposición mediante la negación de ambos términos, y la aparición de un tercer término superador. Se ha tendido a olvidar que la reflexión sobre las diferentes clases de oposiciones han arrojado muy ricos resultados en diversos momentos de la historia del pensamiento.

De entre ellos, creo que hoy es más estimable la aportación kantiana. Kant supuso que las contradicciones son irresolubles; nunca buscó una síntesis. Así, habló de la insociable sociabilidad inherente al hombre, haciendo referencia a esa especial condición humana que le lleva, al mismo tiempo, a necesitar de la vida en común, y aborrecer la presencia de los demás, que sólo le sirven de estorbo. Sin embargo, igual que la paloma no podría volar sin el aire que se opone a su vuelo, el hombre no sería capaz de desarrollar sus capacidades físicas, intelectuales y morales, sin la oposición de los otros hombres. Análogamente, nosotros podríamos hablar de violenta no-violencia, o de un belicismo pacifismo aplicando un esquema conceptual similar al problema de la guerra.

La resolución de las aparentes paradojas, que se hacen especialmente visibles en la oposición de estos términos, ha de llevarse a cabo a partir del redescubrimiento del sentido de la fundamental distinción entre la cuestión de la legitimidad de la guerra y la de su legalidad. Toda guerra es, desde este punto de vista, legítima por cuanto su fundamento, pues la causa de donde procede es la naturaleza humana misma, que -como Hobbes enunció- es sin duda insociable, violenta, belicista. 

Deslegitimar la guerra supondría tanto como suponer la posibilidad de una paz perpetua, que se habría logrado mediante un cambio en la naturaleza misma del hombre: el ser humano se habría tornado, de malo, en bueno por naturaleza. El intento de búsquedas de alternativas ha de hacerse desde la consideración de la legalidad de la guerra. Con ello se hace referencia a los medios empleados para solventar los conflictos generados por ese enfrentamiento inherente a la vida social. Es en este ámbito donde deben dominar los impulsos de sociabilidad, de no-violencia, de pacifismo.

La paz posible para el hombre no es una paz perpetua, que sin duda sólo puede ser la de los cementerios, sino una paz que insista en los medios utilizados para solventar los conflictos. La tarea, por supuesto es inacabable; su éxito se pospone al infinito. Pero, sin duda, también evita los males y sufrimientos que en nombre de una paz universal han tenido lugar en muchos momentos históricos. (Por Francisco León Florido)